«Otelo de Shakespeare es acerca de los celos, que conducen a la destrucción», nos enseñan en la escuela. Y por eso Otelo sería universal.
Nada más alejado de aquél fácil cliché que el fatídico destino del ‘Moro de Venecia’. Su universalidad yace en otro lado, más oscuro, endémico y taxativo que lo que ningún arrebato pasional de persona alguna (real o de ficción) pudiera, ni por asomo, llegar a evocar.
La ilustración de arriba captura bien mi propia impresión de por dónde viene realmente esa universalidad. He ahí al ‘Moro’ refrenado, paralogizado, echando pie atrás al borde de la recámara nupcial, incapaz de trasponer la rasgadura que lo separa, desde y para siempre, de su consumación amorosa.
Para mí, Otelo es acerca de la imposibilidad de amor ninguno a través de la fractura con la que el Sol, con sus sólos actos de nacer y de morir, ha desde siempre seccionado el mundo en dos dispares universos. Dicha brecha sigue el socavón de la cadena de mares que van desde Gibraltar hasta el mar Caspio, y ha existido desde antes del comienzo de la historia. Heródoto ya concibe su proyecto fundacional de la disciplina bajo el acicate de comprender los orígenes de aquella, la más incurable de todas las fisuras (Los nueve libros de la historia, 1, 1). Así es esta última de primordial.
Sumemos mares: Mediterráneo, Negro, Caspio, la envergadura de la brecha de odio y beligerancia cuyos orígenes sale a estudiar Heródoto. La historia de Otelo transita casi la misma longitud, desde Mauritania, donde el personaje nace, pasando por Chipre, donde culmina a la vez que acaba su vida, hasta Aleppo, levante adentro, en la actual Siria. ¡Aleppo! El genio prefigurativo de Shakespeare anticipa siglos más, siglos menos, como si nada. Pues la misma ciudad que humea en ruinas hoy día, es, de todos los lugares posibles, aquél que hace escoger al ‘Moro’ como la locación emblemática, para la posteridad, de su propia muerte autoinflingida:
Digan además, que una vez en Aleppo, donde un malévolo musulmán de turbante agredía a un veneciano y difamaba su nación, agarré del gaznate al perro circuncidado y lo abatí así: (se inmola con una daga).»
Si en ese decisivo instante Otelo, general en jefe de las fuerzas Venecianas, muere situándose a sí mismo nítidamente en la posición simbólica de enemigo de Venecia, es decir al oriente de la brecha insalvable, es porque ha cobrado conciencia de la existencial imposibilidad del amor allende la sumatoria de mares que escinde ambos mundos. Los venecianos, por su parte, han cobrado recíproca conciencia, pues responden situando simbólicamente, con análoga nitidez, a Yago, el veneciano que urde la destrucción de Otelo, al occidente más paradigmático posible de la fisura:
¡Oh, perro espartano, más cruel que la angustia, el hambre y el mar!»
¿Qué puede haber más paradigmáticamente occidental que la Grecia clásica? ¿Qué condena más categórica puede haber de los motivos de su propia civilización, que ese final epíteto enrostrado a Yago por los propios venecianos, antes de someter su cabeza a la justicia?
En la furia, atávica, irreconciliable, que queda estampada en aquél simétrico par de imágenes caninas, la de turbante y la espartana, se grafica para mí el tema más universal de Otelo: la imposibilidad de vadear con el amor esa perenne brecha, jamás. No hay amor capaz de trasponer tales mares de angustia, hambre y crueldad. Han sido, son, y serán quizá por cuanto tiempo más, un piélago que no permite desenlace ninguno, aparte de homicidios o inmolaciones.
El amor a través de esa sima funesta es imposible. Salvo, quien sabe, que lo fuera póstumamente, como alcanza apenas a cavilar Otelo en una última y efímera inspiración que le viene, al ir ya cayendo muerto sobre el cadáver por él asesinado de la veneciana Desdémona: «No hay otro camino que, matándome, morir besando«. Pero vivir besando, por sobre la fractura perenne, eso no.
©Enzo Cozzi - derechos reservados. Microensayo registrado en SafeCreative el lunes 23 de noviembre de 2015, 17:22