Artemisa y los sabuesos de la sabiduría
Tarde de otoño en Beijing. Yazgo en una esterilla tratándome de cáncer con medicina china. Volutas de humo de artemisa merodean sobre mi abdomen hasta que, alcanzada cierta altura, se esfuman raudas hacia la ventana, contra la cual golpetea esa agua leve de Pezoa Véliz, con su bagaje de angustia. El perfume de la hierba quemada se queda, terco, prendido de mis poros como con garfios. Símil certero de mi vida pasada, toda esa tierra quemada persiguiendo sueños ya casi desvanecidos, de los cuales queda el recuerdo con su aroma mustio y tenaz. Mientras se desvanecen las volutas, pienso…
No estoy seguro por qué asociaciones propias de ellos usarán los chinos la artemisa como la usan, quemándola a centímetros de la piel como una punta de flecha incandescente. Creo que la consideran una hierba pirquinera que persigue las venas del soplo vital por nuestro interior. Allí donde halla agotados esos filones de vida, los restaura con el calor del fuego sagrado.
En la asociación griega que estoy aquí persiguiendo la artemisa es mi diosa de las mutaciones creativas. La planta toma su nombre de la diosa griega de la caza, nacida en la isla de Delos. La iconografía clásica griega la pinta armada de arco y de flechas, acompañada de sabuesos y venados. La punta candente sobre mi vientre se me antoja como esas flechas encendidas (ilustración de arriba) que la diosa le exhibe al cazador Acteón al momento de consumarle su final metamorfosis: lo ha convertido en venado en represalia por haberla visto bañarse desnuda. Los propios perros de Acteón, que lo destrozan, son una apta figura del cáncer: mutaciones feroces de nuestro organismo, que se devora a sí mismo.
Pero pensándolo (tan bien como podamos) desde Sócrates, esas asociaciones iniciales se me vuelven más complejas y se enriquecen. Sócrates en el Libro 3 de La República, siguiendo a Homero, alude al ciervo como el animal huidizo, cobarde, lo que para él es una forma de ignorancia: no saber (ver mi microensayo anterior) qué es lo que merece temerse. Y en el Libro 2, nuestro repensador define al perro como el animal filosófico, intrépido amante de la sabiduría. Si miramos el mito socráticamente, entonces, vemos que al transmutarlo en ciervo, la diosa sitúa a Acteón en uno de los extremos del contraste ignorancia vs. sabiduría, situando a sus sabuesos en el extremo opuesto. Así, al destrozarlo, aquellos le limpian el alma de su ignorancia, despojándola de las ataduras del cuerpo, como los miedos y los deseos. Sócrates, pienso yo, interpretaría la conversión en ciervo y el desenlace posterior como un reconocimiento final de la propia ignorancia y una depuración del alma antes de volver a la muerte (de la cual, según él, todos venimos) en un estado de pureza, prefigurada en la diosa bañándose desnuda en el manantial.
La artemisa quemante se vuelve para mí, entonces, como esas saetas encendidas de la diosa, un fanal alumbrando nuevas oportunidades de transformación que se me abren al entrar en este inesperado episodio de mi vida. Por haber su diosa tocaya nacido en la isla de Delos, junto con devenir una enseña de mis posibles metamorfosis aún por venir, en su pirquineo por mi organismo la artemisa también opera como una demarcadora del incierto filón de futuro del que todavía dispongo, para intentar acometer, de una vez por todas, algunos de mis sueños inconclusos.
Cumpliendo sueños a la espera del barco de Delos
Cuando me enteré de que tenía cáncer, de que éste era agresivo y que las estadísticas no me favorecían, me propuse trabarme en una terca llave de lucha libre con la enfermedad, de tal forma que aunque no consiga zafarme de ella, tampoco le afloje yo mi propio agarre de su pescuezo, hasta donde me den las fuerzas. Y en el lapso de tiempo así ganado, llevar a buen término uno de mis proyectos soñados.
El proyecto escogido, que empieza a cobrar forma en esta serie acerca del «Desaprender», es el de atar en un ramillete de microensayos, como una especie de ofrenda, algo de lo mejor de mis desaprendizajes bajo el estímulo de una personal pléyade de repensadores de distintas épocas y partes del mundo.
El punto de partida era obvio: Sócrates, el primer repensador a concho de la civilización occidental. Así que me sumergí de piquero en los diálogos platónicos, y a poco andar me encontré dentro de uno nuevo para mí: Fedón, que narra el último día de vida de Sócrates. Ahí me enteré de que tras su condena no fue ejecutado de inmediato, debido a que el preciso día de su juicio zarpó una nave ateniense en peregrinación anual al santuario de Delos, abriendo entre su zarpe y regreso un período sacro durante el cual regía un tabú contra las ejecuciones. Y mientras esperaba el regreso del barco de Delos, Sócrates aprovechó el filón de futuro que así se le abría, para realizar algo a lo que sus sueños, como a mí los míos, lo habían apremiado por largo tiempo: escribir; pero no filosofía, como habría sido de esperarse, sino que poesía.
Esa fue la final provocación y paradoja que nos dejó aquél primer maestro occidental del quebrado de esquemas. El mismo personaje que hasta entonces jamás escribiera nada en su vida, y manifestara en repetidas instancias (por ejemplo en el Fedro) una profunda aversión a la palabra escrita (porque nos lesiona la memoria al confiársela a un almacenamiento externo, y, sobre todo, porque no puede ser jamás interrogada para que aclare mejor lo que quiere decir) aprovechó el viaje del barco de Delos para ponerse a escribir… Quién lo diría. ¡Y poesía, más encima!
Poesía. Ello a pesar de que en el libro 10 de La República, Platón muestra a Sócrates expulsando de su ciudad ideal a los poetas, sin siquiera eximir a Homero, cuyas obras Sócrates adoraba. ¿La razón? Para él, la poesía es una imitación de imitaciones, y está por lo tanto tres veces removida de la verdad; las creaciones poéticas son engañosas «realidades» de tercera mano. Sin embargo, para estupefacción de sus amigos, fue a escribir poesía que se dedicó mientras esperaba el retorno del barco de Delos. Porque había soñado que debía hacerlo, fue su explicación.
Yo he soñado en mi vida muchos futuros, y ahora que he llegado físicamente a aquél tiempo soñado, no está ninguno de ellos conmigo. El futuro que sí está llegó sin soñarlo y tiene también el preciso tamaño del tiempo que tarde en volver mi propio barco de Delos. Mi aspiración es lograr, como el antiguo maestro, transmutarlo en filón creativo, cosa de seguir sorprendiéndome, repensando y desaprendiendo sin pausa hasta el instante mismo en que atraque de vuelta mi nave sagrada.
Lo bueno es que parto con ventaja: mientras la vuelta del barco de Sócrates sólo tardó algunas semanas, la del mío puede demorar varios años. Futuro suficiente para atar mi buen ramillete de desaprendizajes. A la postre poco importará entonces si el alma es sustancia que perdura, desvestida de su ignoracia por los sabuesos de la sabiduría (como afirmaría Sócrates), o si se esfuma para siempre (como temían sus amigos al despedirlo ese último día) igual que los sueños incumplidos y las volutas de humo de la artemisa.
©Enzo Cozzi - derechos reservados. Microensayo registrado en SafeCreative el domingo 17 de diciembre de 2017, 10:12
Sergio Huneeus dice
Bello, poético.
Te he leído gracias al blog de nuestro amigo común, Gabriel Bunster. Nos conocimos gracias a otro amigo común, Carlos Renato.
Un elemento relevante de desaprender consiste en escuchar, escuchar estimado Enzo.
El riñon, poner el futuro atrás del campo visual y escuchar…