«Entonces, Crito, sintiéndome naufragar, gritando a voz en cuello supliqué a los extranjeros que me rescataran del torbellino de la argumentación…» (Platón, Eutidemo, 293a)
Sócrates es escéptico de que pueda haber una educación valórica. Duda de que sea posible transmitir valores de padres a hijos, o traspasarlos de generación en generación. Lo mueve una genuina perplejidad. Si ni siquiera sabemos lo que son los valores, ¿cómo saber si se los puede enseñar?
Es que los valores son una tierra de nadie que se mantiene siempre en enconada disputa. Cada actor trae sus propias fichas, naipes y dados a la arena de las confrontaciones valóricas. Estas se juegan en una cancha voluble que se raya y desraya y vuelve a rayar; siempre mercurial, movediza, cambiante, como un ajedrez jugado con piezas de arena a orillas del mar, a merced de olas, mareas y desembarcos hostiles. Cuesta no darle la razón a Calicles (ver mi ensayo anterior de esta serie) de que términos como «noble» y «virtuoso» no son otra cosa que maneras de designar a los valores ganadores en esas contiendas, preseas para colgarse del cuello los vencedores.
Pensemos en la efervescencia de nuestras propias conflagraciones valóricas. Meditemos cómo en medio de esas pugnas se imponen, delante de nuestros ojos, valores que antes ni existían, mientras otros, preexistentes por generaciones, van sucumbiendo, también a ojos vistas. Aquello, si es cierto para nosotros en este aledaño y monocromático país, cómo no sería de cierto en el pivotal y policromático territorio del mundo griego de entonces, vórtice a donde iban a entreverarse las persuasiones centrales del mundo de entonces.
De ahí que no estemos con Sócrates ante una mera postura filosófica, afectación intelectual o provocación pedagógica. Sócrates hace expresión de una auténtica perplejidad, sincera, sentida y a veces hasta desgarradora. ¿Qué otra cosa si no eso es la atormentada reacción del anciano con su vida interdicta al que dejan hablando solo al final del Eutifrón?:
Sócrates: Estoy seguro, mi querido Eutifrón, de que conoces la naturaleza de los deberes sagrados. Saca la voz, entonces, y no me escondas tu saber.
Eutifrón: En otro momento, Sócrates. Porque estoy apurado y debo irme.
Sócrates: ¡Ay de mí! ¿Mi compañero, y me vas a dejar así en la desesperación? Tenía la esperanza de que me instruyeras sobre la naturaleza de la piedad y la impiedad, para haber podido mejor enfrentar la querella de Meleto…”(Platón, Eutifrón, 15e-16a)
La querella de Meleto es el litigio que acabará con su vida. La expresión de su perplejidad que se probaría más decisiva para Sócrates había ocurrido unos años antes, ocasión en la cual también lo habían dejado hablando solo. No, esa vez, alguien que hubiera quizá podido salvarle la vida, sino por el contrario uno de los que se la quitarían: Anito, su otro querellante junto con Meleto.
La escena fue la siguiente: Menón, un flamante discípulo recién egresado de Gorgias (podríamos decir de la «Harvard» de entonces; Gorgias fue uno de los más renombrados sofistas – «maestros de sabiduría» – extranjeros que monopolizaron la educación valórica de la juvenil aristocracia ateniense) le ha soltado a Sócrates a quemarropa la pregunta de si acaso la virtud puede enseñarse, o si por el contrario es congénita. Sócrates expresa sorpresa ante la duda, viniendo de un discípulo de Gorgias, el más afamado impartidor de certidumbres de la época, para quien no existía pregunta sobre la tierra que fuese incapaz de responder.
(Como muestra un botón: al comienzo del diálogo que lleva su nombre, ocurre el siguiente intercambio:
Chairefón: Dime, Gorgias, ¿es cierto que sostienes que no hay pregunta que no seas capaz de responder?
Gorgias: Correcto, Chairefón. Lo acabo de reiterar recién. Y puedo añadir que muchos años han pasado desde que alguien me hiciera una pregunta nueva.»(Platón, Gorgias, 447d-448a)
La jactancia concede una fragilidad: tampoco se puede esperar de sus respuestas que sean frescas y recién pensadas. Tal era el tenor educacional de las «Harvard» de esos tiempos (roguemos que no sea el de las de todos los tiempos): sancochos pre-cocidos de certezas para rápida digestión de las élites. Es en ese contexto histórico donde irrumpe Sócrates con su mortero triturador de certidumbres: el desaprender.)
Sócrates le sugiere a Menón que mejor vaya con su pregunta de vuelta a sus maestros de ultramar, donde sin duda podrán esclarecérsela, porque lo que es en Atenas, donde «ni siquiera sabemos lo que es la virtud», no hay ni cómo.
Pero Menón, quién no puede creer que Sócrates profese no saber algo tan evidente como la naturaleza de la virtud, insiste, y de tanto catetearlo al final el filósofo accede a investigar el tema hipotéticamente, al menos. Aunque no sepamos lo que es, si por lo menos suponemos que la virtud sea una especie de saber, para así poder suponerla enseñable (¿porque cómo enseñar algo que no constituya un saber?), tendrían que haber profesores de ella, ¿si o no? ¿Pero los hay? Sócrates argumenta que él, por lo menos, nunca ha podido dar con ninguno…
En ese momento aparece Anito sentado junto a ellos como una fantasmal presencia, y Sócrates impulsivamente (¡impulso que si sólo hubiese resistido!) le pone la pregunta a él: dado el contexto de la educación ateniense, donde no hay escuelas formales y las distintas artes y ciencias las enseñan directamente sus especialistas, ¿quienes podrían ser los especialistas capaces de impartir educación valórica? ¿Acaso los sofistas?
«De ninguna manera», es la respuesta. Anito comparte el desdén socrático por las pretensiones de la educación sofista. Se refiere a ellos de manera sumamente descalificatoria, afirmando que jamás se ha acercado ni se acercaría a un sofista. Tanto que provoca al propio Sócrates a rebatirle: ¿Cómo puede alguien saber que son tan viles profesores, si no ha tenido ninguna experiencia directa de su enseñanza? ¿Y si no los sofistas, entonces quienes?
Anito aquí tiene clara la película: cualquier hombre ateniense de bien puede enseñar la virtud, no se precisan maestros especialistas. La virtud es su propia maestra y se puede transmitir casi por difusión espontánea. Noción que Sócrates le rebate con una profusión de ejemplos de famosos atenienses virtuosos (por ejemplo Pericles) que fueron manifiestamente incapaces de transmitir sus valores ni siquiera a sus propios descendientes. Ahí es donde Anito se retira ofuscado y lo deja hablando solo, mas no sin antes haberle disparado la escalofriante advertencia de que su «hábito de hablar mal de la gente» podría costarle caro si algún día llegare a depender del voto ciudadano para salvar el pellejo en un juicio.
Sócrates queda touché por la amenaza, que de ningún modo le resbala. Pero decide hallar otro momento para hacer las paces con Anito, pues tiene ahora algo más apremiante que hacer, y es seguir una pista que el propio Anito acaba de darle con respecto a la naturaleza de la virtud.
¡Ahí está! La virtud se le aparece a Sócrates en la misma figura de esas convicciones poderosas pero sin buen fundamento, al estilo de la convicción de Anito sobre los sofistas. Por eso es que no constituye saber y es inenseñable, sin que ello la haga congénita tampoco (porque de ser congénita habría de ser posible detectar en edad temprana a sus portadores innatos y prepararlos desde chicos, al estilo de los Lamas budistas, para ejercer aquellos cargos públicos más dependientes de la virtud, tal como legisladores, jueces, policías, etc…).
Los valores como la virtud, concluye Sócrates, son una dispensación de los Dioses, por lo que van y vienen a su arbitrio, y nadie puede pretender poseerlos de manera estable, ya sea por serle congénitos o por haberlos aprendido. Son de la misma clase de convicciones que los oráculos como el de Delfos, las visiones durante trances extáticos, la adivinación, los presentimientos y corazonadas. Convicciones de cosas que nadie puede presumir de saber, pues no pueden tener fundamentación ni respaldo concreto ninguno. De ahí que sea tan peliaguda esta cuestión de la educación valórica.
Curiosamente, dos mil quinientos años después, Gregory Bateson, en su revolucionaria epistemología del aprendizaje, dará a los eventos que provocan esas convicciones el nombre de «Aprendizaje III, o aprender a desaprender». Si por un buen tiempo posterga su vuelta mi barco de Delos, y así algún día logro terminar esta serie comenzada con Sócrates, la terminaré con Bateson, uno de los más recientes maestros de desaprendedores de la civilización occidental.
©Enzo Cozzi - derechos reservados. Microensayo registrado en SafeCreative el lunes 4 de septiembre de 2017, 18:45
Deja una respuesta