Decidido a tomar en serio a nuestro Alcibíades, recién despuntando esta serie sobre el desaprender abandoné su hilo central, para «irme por las ramas». Me puse a seguirle la pista a otras instancias donde se pudiera evidenciar, simultáneamente con la de Sócrates, la muerte de alguna otra rama de la filosofía.
Husmeé por aquí y por allá entre los diálogos platónicos, pero no estaba fino el sabueso y al final la pista se me desvaneció. Cuando ya venía de vuelta, con las manos vacías, a retomar el hilo del desaprender, quién lo diría, aquél propio tema, el tronco en estado naciente que tan veleidosamente abandonara, se me manifestó justamente como otra rama de la filosofía (occidental) extinguida con la muerte de Sócrates. Hablo de una completa filosofía de la educación que claramente se discierne en Sócrates, y no como algún evanescente hilito de luz apenas adivinable entre líneas, sino como tópico central y potente.
Tal como ocurriera con su epistemología, aquella filosofía de la educación – tan nítida y peculiarmente socrática que merece llamarse, con toda propiedad, una filosofía del «aprender a no saber» (o del desaprender) – se extingue con él. Extinción distinta, eso sí, de la primera, que narro en mi ensayo anterior. Donde la de aquella ocurrió por una inexcusable caída en el olvido, la de esta última vino por una deliberada extirpación: se dió muerte a Sócrates para cercenarla de raíz.
¿Por qué ejecutan los atenienses a Sócrates? Ostensiblemente por introducir dioses ajenos a Atenas y corromper a la juventud. ¿Qué querrían decir con eso? Para tratar de entenderlo debemos hacer un rodeo por la educación ateniense en aquellos tiempos.
Los educadores venían en dos formatos: «pedagogos» y «sofistas». Los primeros eran tutores esclavos, cuya misión era guiar el contacto entre educandos y entrenadores expertos en las distintas artes y ciencias. Los segundos eran maestros itinerantes que, por una tarifa, transmitían «sofía»: sabiduría, profesando formar personas mejores:
Joven, si vienes a mis clases, el primer día volverás a casa una mejor persona, y mejor el segundo día que el primero, y así cada día mejor que lo que eras el día anterior.» (Platón, Protágoras, 318a – 318b)
«La enseñanza de la virtud, Sócrates, es nuestra principal ocupación. Y creemos que la podemos impartir mejor y más rápidamente que ningún otro.» (Platón, Eutidemo, 273d)
Si en la división ateniense del trabajo educacional los pedagogos eran esclavos a cargo de velar por la educación instrumental (esclavitud, si lo pensamos, ni tan distinta de las que maniatan a los pedagogos actuales), los sofistas eran exitosos emprendedores de la educación valórica (emprendimiento, si lo seguimos pensando, tampoco ni tan distinto de aquellos de la actualidad):
Si supieras cuánto dinero he hecho, te asombrarías… Creo que he hecho más dinero que cualquier otro par de sofistas juntos.» (Platón, Hipias mayor, 282d-e)
¿Cuál era la concepción sofista de la educación valórica? Enseñar a valorar, por sobre todas las cosas, aquello más conducente al éxito individual. El logro personal erguido en valor supremo (¿no suena conocido?). ¿Y cómo enseñarlo? De la misma manera como se sigue hegemónicamente enseñando hasta el día de hoy: dictando cátedra, arengando, vertiendo contenidos en el educando como en un recipiente o tonel.
Hay dos problemas allí, uno de fondo y otro de forma. Sócrates dedica algunas de sus más serias y acendradas argumentaciones, vehementes al punto de la incandescencia, a denunciar el problema de fondo. Me acerco a ellas en un próximo microensayo. Aquí parto por examinar las objeciones de forma (¡en vena auténticamente platónica, supongo! 1), que Sócrates expone en un registro más liviano y jocoso.
El problema de forma con esa concepción «escanciadora» de la educación, es que los recipientes terminan llenándose, y una vez llenos rebosan. El riesgo es que, rápidamente ahítos de «sofía», los educandos pasen sin más trámite a inundar el mundo con tanta «sabiduría» que les rebalsa. De ahí a una pandémica reproducción de una moral de cliché, creencias superficiales, convicciones de catecismo y lugares comunes posando de valórica profundidad, no hay más que un paso.
Confrontados los sofistas con aquél problema, la solución propuesta por ellos consiste en dar rienda suelta al deseo: juntar eros y educación. Fustigar el eros del educando para que desee cada vez más aquello rentable para sí mismo, en una espiral sin freno.
Calicles: Quien quiera de verdad vivir debe dejar hincharse al máximo la pleamar de sus deseos, sin ponerles coto ninguno… Aquello, afirmo, es justicia natural y nobleza.
Sócrates: ¿Estás diciendo, sí o no, que el hombre mejor educado no debe controlar sus pasiones, sino dejarlas crecer a ultranza y satisfacerlas a como dé lugar, y que en eso consiste la virtud?
Calicles: Si. Eso digo.»
(Platón, Gorgias, 491 – 492)
El sofista no anda tan descaminado cuando, yuxtaponiendo eros y educación, introduce al deseo como el factor capaz de romper la estasis de la concepción escanciadora del aprendizaje, para insuflarle a éste un necesario dinamismo, cosa que el educando tome el protagonismo activo de su formación. ¡Pero vaya solución la que halla el sofista!
Con endiablada ironía, Sócrates ilustra los problemas que eso genera mediante una metáfora del educando como una vasija agujereada que, por más que se la llene, perpetuamente se está vaciando. ¡Qué cansancio, qué estrés más extenuante! El pobre discípulo queda condenado a perpetuidad a trabajos forzados en pos de su anhelo de realización personal (Platón, Gorgias 493a).
Sócrates, a renglón seguido, se ensaña con el sofista. Tras comparar al aprendiz con la vasija agujereada, compara al maestro que «escancia» valores en aquél, con un cucharón agujereado también. El maestro de felicidad resulta no ser más que otro galeote condenado al esfuerzo incesante de exacerbar más y más los deseos de su discípulo y los suyos propios (Platón, Gorgias 493b-d).
Sin duda, como la razón de ser del deseo es la consecución de placer, si vamos a introducir a eros como el combustible de preferencia para evitar que se nos apague la sed de educación valórica, lo que no es para nada una mala idea, deberíamos introducirlo de una manera mucho menos agobiadora y estresante.
¿En qué podría consistir una manera alternativa de conjugar eros y educación? Sócrates expone tal alternativa en El banquete. Como la alternativa y sus consecuencias resultan inaceptables para el modelo estándar de educación ateniense, los atenienses dan a beber cicuta al incómodo pensador de la aplastada nariz…
Continuará…
[1] La llamada «doctrina de las formas» es la piedra angular de la filosofía platónica.
©Enzo Cozzi - derechos reservados. Microensayo registrado en SafeCreative el domingo 20 de agosto de 2017, 16:54
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