Salgo a caminar descalzo por una playa del litoral central. Desde hace algún tiempo estoy trabado en un prolongado «gallito» con un cáncer que me estoy tratando con terapias convencionales y alternativas. Entre estas últimas están los métodos de un médico peruano que me ha indicado caminar descalzo sobre la tierra, la arena, el pasto, etc.. de manera que mis pies puedan recobrar el milenario contacto directo con la tierra que los pies humanos tuvieron en los albores de la especie, y que siguen teniendo en remotos enclaves del planeta.
Según mi personal lectura de las ideas de ese médico peruano, el cáncer sería algo así como un circuito encerrado de nuestra normal renovación celular, inducido por nuestra pérdida de contacto directo corporal con la naturaleza exterior: este vivir nuestro «civilizado», tan insulados corporalmente de la tierra y toda la energía y vida que por su piel pululan. Abres ese circuito, restableciendo aquél roce primigenio, y la renovación celular sale de su encierro, rearticulándose con la naturaleza exterior. Y el cáncer pierde su momentum.
Aquella noción de un circuito encerrado (y por ser encerrado, maligno) biológico me nació mientras escuchaba a aquél médico peruano en una conferencia en Lima, pues su exposición me evocó mis propias meditaciones sobre un análogo (y también maligno, culturalmente) circuito encerrado epistemológico en el que nuestra cultura occidental ha acabado aprisionándose, y que describo en otro ensayo de esta misma serie.
Con mis pies ya entreverados con el agua y con la arena, un súbito impulso me lleva a apurar el tranco, y paso al trote. Un trote que anticipo será precario, pues carezco de estado físico y mis esporádicos intentos de trotar acaban siempre siendo fugaces y extenuantes. Tras dejarme llevar por ese nuevo impulso, mientras cavilo sobre circuitos abiertos y encerrados en el soma y en la psiquis, me sobreviene otro impulso, epistemológico esta vez. Decido, sobre la marcha, acoplar mi trote (mientras dure) con el movimiento aparente del sol, una práctica común en la ritualidad de las culturas vinculadas a la tierra y sus pensamientos germinales. La idea es mantener no solo un contacto palpable con la tierra, sino también una sincronía impalpable con los ciclos del cielo y la naturaleza.
Comienzo a trazar un curso, entonces, que me lleva de norte a sur por el borde occidental de la playa y orillando el oleaje, hasta llegar a su extremo sur. Desde ahí me devuelvo trotando de sur a norte por el borde oriental de la playa, allí donde la arena cede lugar al talud. Sigo así hasta llegar al extremo norte de la playa, donde recomienzo el giro, y así sucesivamente. Mis huellas y el sentido contra-reloj de mi trote van dibujando de ese modo grandes anillos o elipses que grafican el giro aparente del sol en nuestro hemisferio sur. Si estuviese en el hemisferio norte, donde el giro aparente del sol sigue el sentido del reloj, hubiese debido invertir el sentido de mi trote para lograr el mismo efecto.
Si en cada vuelta fuera reduciendo o ampliando, por un metro o algo así, el diámetro de mis giros, acabarían las huellas de mis pasos por dibujar una gran espiral concéntrica o excéntrica en la arena. Si concéntrica, la espiral graficaría el giro solar semestral entre el solsticio de verano (21 de diciembre) y el de invierno (21 de junio), que cada día se va estrechando. Si excéntrica, la espiral dibujaría el giro solar semestral opuesto, entre el solsticio de invierno y el de verano, que se va ensanchando cada día. Ambas espirales una al lado del otra graficarían el giro solar anual.
Esos dos tipos de figuras, el círculo o elipse de diámetro constante que grafica el giro solar diurno, y la espiral simple o doble (concéntrica y excéntrica) que grafica el giro solar semestral o anual, constituyen motivos recurrentes, como ya he insinuado, en las prácticas rituales de diversas culturas ancestrales del planeta. En China hay un ejemplo ritual famoso, que, igual que yo en mi trote, busca sincronizar los pasos humanos con los ciclos del cielo, para de ese modo acopiar la fuente de vitalidad llamada Qi, que emana de los dinamismos cíclicos de la naturaleza: la «Danza de Yu el Grande«:
Aquí en América del Sur ambos tipos de figuras están presentes en petroglifos y geoglifos, en textiles y cerámicas, en mitos fundacionales como el de Viracocha, en ritos altiplánicos como el del Maraní o «Señor de las lluvias» y en bailes devocionales como los de La Tirana, todos los cuales tienen lógicas consonantes con la de la tradición china.
Mis pies no son lo único que va dejando huellas en la arena. Las piedras traídas por el mar van dejando al oleaje cavar a su alrededor huellas cóncavas, como vasijas de forma elíptica en uno de cuyos focos reposan. Esas concavidades me evocan esas estereotípicas ilustraciones de la curvatura del espacio-tiempo einsteniano alrededor de astros y planetas, dibujada como una esfera hundida en una especie de cama elástica. Sólo que estas piedras en sus móviles vasijas labradas por el mar proveen, con su constante pulsación, dinamismo y luminiscencia, una analogía harto más preñada e interesante del fenómeno. Con la gran ventaja de ser una analogía dibujada en tiempo real por la propia naturaleza. He aquí otro reencuentro mío con el cosmos semántico al que he venido persiguiendo en esta serie de microensayos.
Al rato salgo de mis cavilaciones para cobrar cuenta de que he dado ya varias vueltas al trote alrededor de toda la extensión de la playa, sin extenuarme ni quedar sin aliento, y que podría seguir trotando por varias vueltas más. Algo inaudito aquello. Siento entonces que mi cuerpo le está dando la razón al médico peruano y a las culturas germinales: una sutil energía proveniente de la tierra y de los ciclos del cosmos ha de estar alimentando mis pasos. Sigo trotando con renovado brío entonces, avivado mi trote por una alegría nueva: la de sentirme de repente capturado por la curvatura de un cierto espacio-tiempo que es tanto físico como semántico y emocional, y que mantiene a mi cuerpo, mi corazón y mis pensamientos latiendo en órbitas estables y duraderas, al unísono y sin cansancio, alrededor de la cintura de esta tierra y en sincronía perfecta con el sol.
Termino con esta canción que tampoco deja de girarme por dentro durante los cuarenta minutos que mantengo el trote:
Salgo a caminar
por la cintura cósmica del sur.
Piso en la región
más vegetal del viento y de la luz.
Siento al caminar
toda la piel de América en mi piel… ”
(Armando Tejada Gómez y César Isella, ‘Canción con todos‘)
Analogías naturales de la curvatura del espacio-tiempo: piedras en vasijas labradas por el mar (fotos de Enzo Cozzi, 2018)
Deja una respuesta