El inmenso cosmos del orden económico moderno determina las vidas de todos los nacidos bajo su mecanismo técnico y productivo, con una fuerza irresistible, y no sólo las de aquellos directamente involucrados en la adquisición de bienes. Quizá las determinará hasta que se queme la última tonelada de carbón. Si, como alguien dijo, el interés por los bienes materiales debiera posarse sobre los hombros como un manto leve y desechable, el destino ha decretado que el manto se volviera una jaula de hierro. Los bienes materiales han ganado un poder inexorable sobre la humanidad, como nunca antes en la historia.
Nadie sabe quién vivirá en esta jaula en el futuro, o si quizá al ocaso de este advenimiento tremendo emergerán profetas completamente nuevos, o si habrá un renacer de antiguas ideas e ideales, o, en caso de que nada de aquello, si acaso impere una petrificación mecanizada, adornada con convulsivos aires de auto-importancia. Porque de la postrera etapa de este desarrollo cultural podría con toda verdad decirse: ‘Especialistas sin espíritu, hedonistas sin corazón, nulidades totales que imaginan haber accedido a un nivel de civilización jamás antes alcanzado’.
Esas palabras aparecen casi al final del más famoso libro de Max Weber1, uno de los grandes maestros de pensamiento del Siglo 20 y pródigo surtidor de ideas e intuiciones que aún repercuten por nuestras ciencias sociales. Fueron escritas hace algo más de cien años atrás. Sin embargo, qué actuales que suenan, qué descarnado su veredicto y qué sombría la anticipación lanzada hacia nosotros, que somos el futuro que escruta, los moradores actuales de esa jaula de hierro. Y no sólo moradores, sino huéspedes sumisos y súbditos entusiastas de su poder inexorable.
Por lo mismo se ha hecho cada vez menos necesario imponernos ese poder por la fuerza, salvo aquella del hábito y la costumbre. Pues aquél poder no sólo ha permeado nuestras voliciones, emociones y capacidades pensantes, sino que se nos ha percolado debajo de la piel, penetrando hasta los huesos y articulaciones. Hemos devenido somáticamente nuestras propias jaulas de hierro, como demostrara no hace mucho, brillantemente y endeudado sin duda con Weber, Michel Foucault.2
¿Y si no fuéramos ya, sin darnos cuenta siquiera, cada uno de nosotros, poco más que clones globales de aquella petrificación mecanizada, repetidores universales de aquellos convulsivos aires de auto-importancia, absorbidos todos en el cuento de ostentar el estadio de civilización más avanzado del planeta?
¿Si no fuéramos ya más que variaciones y subespecies del fenotipo de los especialistas sin espíritu, de las totales nulidades como no sea en las habilidades más funcionales a la sustentación de ese cosmos inexorable del orden económico moderno? Habilidades, qué penoso es pensarlo, restringidas al solo ámbito de la manipulación de medios eficaces para el fin de generar y adquirir más y más bienes, en todos los diversos ámbitos de la vida, para nosotros mismos, para nuestras familias, hijos y nietos…
Ya que menciono a nuestros hijos y nietos: ¿Y si, tras el canto de sirena de esa “educación de calidad para el desarrollo” que para ellos tanto ansiamos, y que ellos mismos ansían, por el propio efecto de esa jaula de hierro de Weber que nos engloba, no ambicionáramos a la postre – sin querer o queriéndolo – más que dejar a las nuevas generaciones bien dotadas en habilidades de cuyo ejercicio sólo puede resultar ulteriormente la preservación tanto de la inexorabilidad de aquél poder que tanto desazona a Max Weber, como de la de su ubicuo modelo de pensamiento, que él mismo bautizara como ‘razón instrumental’?
1 La ética protestante y el espíritu del capitalismo (Alianza, 2012)
2 Vigilar y castigar (Biblioteca Nueva, 2013)
©Enzo Cozzi - derechos reservados. Microensayo registrado en SafeCreative el jueves 12 de noviembre de 2015, 10:50