La jaula de hierro de Max Weber no es la única que nos encierra. Habitamos una infinidad de otras prisiones mentales que desde tiempos inmemoriales se han venido superponiendo unas sobre otras, como muñecas rusas, alrededor de nuestras capacidades pensantes. A quienquiera que se le desvanezca su jaula de Weber no va a llegar y deslumbrarle un súbito resplandor de libertad, así como así. A lo más notará un indeciso claroscuro delineándole el entorno y las propias facciones algo más nítidamente de lo habitual.
¿Volver a pensar sin confines, lo que se llama sin confines? Ardua, si no del todo imposible, labor. Voy a excavar un poco en el pasado, para echar su poco de luz sobre una de las más soterradas privaciones de libertad que nos confinan.
Durante miles de años, millones quizá, el incipiente homo sapiens vivió en una relación lectora, o leyente, con el entorno. Si durante nuestra etapa formativa como criatura cultural, la manera primordial de relacionarnos con la naturaleza alrededor nuestro fue mediante signos, y por lo tanto hubo una relación semántica con la naturaleza, lo que deseo recalcar aquí es que la parte proveedora de signos, es decir la parte escribiente, fue la naturaleza. No fue el ser humano. Este último vivenciaba de manera cruda e inmitigada, mientras la naturaleza escribía significados para esas vivencias, e iba mitigando con sentidos los embates de la existencia. Y así la propia naturaleza fue la agencia que nos culturizó, por paradojal que parezca. Fuimos educados por una semántica de la naturaleza.
El cielo diurno, el firmamento nocturno, montañas, ríos, bosques, plantas, la meteorología, estaciones del año, sequías e inundaciones, erupciones y terremotos, plagas y pestes, y hasta las patitas de los pájaros marcando sus trazos en el légamo primordial (tal como explica el 說文, Shuo wen, el diccionario clásico chino), todo aquello fue parte del kit semántico de la naturaleza, la tinta y pincel con que nos escribía. Hasta nuestros propios actos y vicisitudes nos escribían signos e imágenes, pues éramos (tal vez lo seamos aún) espontáneamente parte inextricable de ese cosmos escribiente, escritural.
La vida humana bien puede haber llegado a no ser más que “sueño”, como sugiere el inolvidable don Pedro Calderón de la Barca. Pero al otro lado de la flecha del tiempo, en sus primordiales comienzos, nuestra vida, en cuanto neófita vida cultural, fue sólo “cuento”. Y además ese cuento no fue oral, sino que escrito. Todo el cosmos, animado e inanimado, estaba ahí como una suerte de primer género literario para ponernos por escrito nuestro propio devenir. ¿Qué cultura no ha aprendido, primero que ninguna otra cosa, a leer en los cielos la suerte allí escrita de sus anhelos y sus cosechas?
El cosmos y la naturaleza fueron, entonces, históricamente aquello que primero escribió. Mientras nosotros leíamos. Escribiéndonos nuestros destinos en el canvas de la naturaleza fue como se nos enseñó a leer.
En nuestra moderna cultura occidental aquella ancestral relación semántica con el cosmos y la naturaleza, donde aquellos eran los universales amanuenses o escritores, y nosotros los discípulos lectores, ya está muerta y largamente enterrada. Ahora los únicos proveedores de signos y símbolos, y sus solos lectores, somos nosotros. Gozamos de total autonomía semántica del cosmos y de la naturaleza, pero una autonomía ganada a costa de un lacerante desgarro.
Hoy día impera en Occidente esa relación instrumental con el cosmos y la naturaleza, cuyo corolario contemporáneo es la jaula de Weber, donde aquellos ya no generan signos, ni cuento ni presagio ninguno. Se han tornado materia o energía manejable, explotable, pero semánticamente letra muerta, estática y enmudecida. Ya nada explican, nada simbolizan y nada señalan. Nada nos escriben. En el mejor de los casos, el de nuestra actitud estética, la naturaleza y el cosmos están allí para ser gozados y admirados como espectáculo. Pero ya no más para ser leídos ni descifrados. Han perdido su léxico, que está muerto y emasculado, y nosotros hemos perdido el alfabetismo ancestral que nos permitía leerlo, y que dependía crucialmente de una facultad de la imaginación libre como ella sola.
Ha sido una pérdida grande, tal vez inmensa. Que una criatura mentalmente tan promisoria, si no la más inteligente de todas las que pueblan la tierra, por lo menos la mejor dotada lingüisticamente, haya cercenado su contacto con la semántica de la naturaleza y terminado con su imaginación encerrada en su propia celda semántica. Atrapada en un circuito cerrado en el cual esta criatura humana se escribe y se lee solamente a sí misma.
©Enzo Cozzi - derechos reservados. Microensayo registrado en SafeCreative el miércoles 18 de noviembre de 2015, 20:02