Los espartanos, quizá los guerreros más formidables de la historia, se mofaban de las murallas de Atenas pues Esparta no las precisaba. Sus murallas, decían, eran sus guerreros, y sus fortificaciones las puntas de sus lanzas. No le temían a nada. O a una sóla cosa. En el transcurso de una magistral demostración de dialéctica socrática, en el diálogo Protágoras, Sócrates le argumenta al sofista («maestro de sabiduría») de ese mismo nombre que los espartanos sólo temían a desaprender. Allí de paso Sócrates acuña el término «desaprender». El contexto es el siguiente:
Protágoras ha sostenido que en el mundo helénico hay más sofistas de lo que parece, pues una gran cantidad de ellos se ocultan tras la fachada de las artes y las ciencias, por miedo a ser perseguidos. Por lo que andan muchos músicos, artistas y médicos por ahí que son en realidad sofistas disfrazados. Sócrates retruca – en típica vena – que los espartanos son los sofistas más afamados, pues se ocultan tras la careta de cabezas de músculo, claro que no por temor a ser perseguidos (ya lo dijimos, no le temen a casi nada), sino para mantener en secreto la fuente de su poderío, que es la sabiduría. Por eso, arguye Sócrates, prohiben a sus jóvenes salir a recorrer mundo, no sea cosa que por entrar en contacto con ideas extrañas vayan a desaprender su espartana sabiduría.
Eso por una parte. Por la otra, en el libro IV de La República, Sócrates define el coraje de la siguiente manera:
[Sócrates:] Este poder en el alma, entonces, esa certera e inamovible convicción inculcada por las leyes acerca de qué cosas merecen temerse, es lo que llamo coraje.» (Platón, La República, IV, 430b)
Reunamos ambas partes en algo así como un silogismo:
Los espartanos son los más sabios y valientes de todos.
Los espartanos sólo temen a desaprender.
Por lo tanto, lo único que merece temerse es a desaprender.
Si tomamos nota de que para Sócrates la convicción acerca de qué es lo que merece temerse ha de ser algo inculcado por las leyes, podemos aquilatar el cáustico y revolucionario poder que atribuye al desaprender: para él se trata del más poderoso solvente de la normatividad establecida, las convenciones y reglas. ¡Y es a asperjar a viva voz aquella incendiaria lejía por las calles, plazas y mercados de Atenas que dedica su vida este confeso maestro de desaprendedores!
Un blanco predilecto de la dialéctica socrática era precisamente quienes profesaban enseñar, los «maestros» sofistas que pululaban por el mundo helénico haciendo pingüe negocio con la educación. Sócrates le está veladamente diciendo a Protágoras que tienen mucho que temer pues él, inspirado por los lacedemonios (otro nombre para los espartanos), lo tiene en la mira junto a los demás de su calaña. Por dónde quiera que pasen sofistas enseñando pasará él detrasito con su tea incendiaria «desenseñando».
Sócrates detona desaprendizajes de dos maneras: (1) por tronadura y demolición de certidumbres ajenas, dejando a su paso nutridos rascaderos de cabeza y perplejidad a destajo, o (2) exponiendo sus propias incertidumbres, hasta el punto de dejarse perplejo a sí mismo, con su cabeza terminando por ser la más rascada de todas.
Ejemplos de la primera:
[Laques:] ¡Puchas que me amarga no poder expresar lo que quiero decir! Porque creo saber la naturaleza del coraje. Pero de alguna inexplicable manera [tras debatir con Sócrates] esa naturaleza se me escabulle, ya no consigo apresarla ni decir lo que es el coraje. (Platón, Laques, 194b)
Eutifrón: Ya realmente no sé, Sócrates, cómo expresar lo que pienso. Porque de una forma u otra, nuestros argumentos, cualesquiera sean las bases en que los sustentemos, resultan incapaces de quedarse quietos y se vuelven resbalosos y escurridizos. (Platón, Eutifrón, 11b)
Menón: Sócrates, me estás embrujando con tus hechizos y encantamientos, que me han reducido a una gran perplejidad. Hallo que eres como la mantaraya, que paraliza a quien la toca… De verdad siento mi entendimiento y mi lengua paralizados, sin saber cómo contestarte. Yo, que solía ser capaz de pronunciar abundantes y excelentes discursos acerca de la virtud, ahora no sabría decir ni siquiera qué es lo que es. (Platón, Menón, 80a)
Con respecto a la segunda manera, ya he dado tres preciosas instancias en el primer y tercer microensayos de esta serie. Acá van otras tres:
Sócrates: Ya ves, Critias, que no andaba yo tan perdido al temer que no podría nunca lograr tener una noción cabal de la moderación o templanza. Tenía razón en menospreciarme a mí mismo… Ahora he sido completamente derrotado, habiendo fracasado estrepitosamente en el intento de desentrañar qué es aquello a lo cual los dadores de nombres dieron el nombre de «moderación» o «templanza». (Platón, Cármides, 175a-175b)
Sócrates: …Así que para mí, el resultado actual de nuestra discusión es que no sé nada. Porque si ni siquiera sé qué es lo justo, menos podré saber si la justicia es o no una virtud, ni si acaso sus poseedores son felices… (Platón, La República, Libro 1, 354c)
Sócrates: …Antes de separarnos les comenté: hoy día, Lisis y Menexeno, hemos hecho el ridículo, tanto yo, un viejo, como ustedes dos, jóvenes. Porque esta gente se irá de aquí burlándose de que nos creamos amigos entre nosotros, cuando ni siquiera hemos conseguido descubrir qué cosa es un «amigo». (Platón, Lisis, 223b)
Por más que goce y ría de buena gana con los retorcijones mentales que la dialéctica socrática provoca en sus contrapartes, a mí es la segunda vía la que más me conmueve y moviliza. Después de todo el mundo rebosa de polemistas con lenguas de látigo, capaces de hacer enmudecer a quien se les ponga por delante. Pero polemizar hasta llegar a enmudecer a nadie más que a tí mismo, sinceramente sacando a la luz tus propias perplejidades y aporías sin menoscabo de los demás, es un raro y generoso talento. Aquél es el talento propiamente socrático y la esencia más pura del desaprender.
©Enzo Cozzi - derechos reservados. Microensayo registrado en SafeCreative el jueves 16 de noviembre de 2017, 23:00
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