Dos estropeados banquetes
Algunos años atrás, en un «Banquete» de más tosca alcurnia que aquél de Platón, los comensales somos ex-compañeros de colegio, ya sesentones. Allí un «Alcibíades» tan ebrio (menos de alcohol que de sí mismo) como el original viene también a interrumpir la conversación. Pero donde la interrupción de su precursor viniera recién en la sobremesa, la de este Alcibíades parte con los aperitivos y termina con las despedidas. Es pues una interrupción infinita. Sólo la soportamos por cortesía con nuestro anfitrión, quien igual queda tan afligido como para extendernos a todos al día siguiente una disculpa por la conducta de tal contertulio (¿sintertulio?).
La sustancia de la arenga no viene al caso y no es de interés. Diatribas contra la «izquierda» y loas de los EEUU. Nada con lo que no me hubiera topado antes en nuestra estrecha franja de tierra, con su tortícolis intelectual de tanto torcer el obsequioso cogote hacia el futuro Ozymandias del norte.
Lo que sí viene al caso es un incidente que me concierne y que ocurre hacia el final de la cena. Nuestro único orador de la noche detiene súbitamente su monólogo y me interpela así:
Cozzi ¿Te estoy aburriendo? ¿Quieres que cambiemos de tema? ¿Prefieres que hablemos de filosofía mejor? Con respecto a la filosofía, ya se los dije: la filosofía murió con la muerte de Sócrates. Todo lo que viene después son puras picanterías.»
¿Me habrá leído el pensamiento? Porque en efecto él ya había hecho esa afirmación algún rato antes, lo que ya me había sugerido el farsesco paralelismo entre nuestra cena y el Banquete de Platón con que inicio estas líneas. Tentado estuve de permitirme un par de sarcasmos: ¡Las patitas! ¡Venir a adular a Sócrates al final de nuestro estropeado banquete, como queriendo remedar el famoso estropeo por parte de Alcibíades del diálogo platónico. El estropeador original era por lo menos núbil y apuesto, tenía el cuero si no la cabeza para permitirse posar de admirador de Sócrates. ¡Pero nuestra encarnación chilensis! Poco o nada que exhibir. Pareada con un cuero sexagenario, una cabeza tan atiborrada de certidumbres que una duda o interrogante al estilo socrático no le cabría ni de perfil.
Estuve tentado, pero me contuve y no lo pesqué. La burla no es lo mío. Además, algo en su manera de interpelarme me sonó más a agitar una postrera ramita de olivo, que a fanfarronada final. Detrás de la fanfarronada me pareció detectar una nota suplicante, ansiosa de ser tomada en serio, si en nada más, por lo menos en aquello de la simultánea muerte de Sócrates y la filosofía.
La vindicación de Alcibíades
Varios años después, me encuentro revisando los diálogos tempranos de Platón. Quiero darle (¡cómo no!) el puntapie inicial a esta serie de microensayos acerca del Desaprender con el primer maestro de desaprendedores de la civilización occidental: Sócrates, y en su persona más auténtica: la que protagoniza los diálogos tempranos de Platón. De ese modo llego al Teeteto y me deleito con Sócrates liderando un extraordinario sondaje epistemológico, donde se investiga a concho la naturaleza del conocimiento.
Es un diálogo precioso. Allí Sócrates se define a sí mismo como una «partera» de saberes en otros, pero «yerma» de saberes propios. Acto seguido une el dicho al hecho. Anticipando el famoso aforismo que va a pronunciar en el discurso final de su vida («Sé que nada sé»; Platón, Apología, 55), rehúsa repetidamente expresar su propio parecer arguyendo su propia ignorancia, y se da maña para sondear solamente pareceres de los demás.
Lo más lindo del diálogo es su final abierto, su aporía o indecidibilidad. Sócrates lleva finalmente a Teeteto a conceder que ni él ni nadie puede saber lo que es el conocimiento, porque el acto mismo de supuestamente «saberlo» ya presupone disponer de aquello que se quiere dilucidar: conocimiento. Ni el sabueso puede cazarse a sí mismo ni la daga puede en sí misma clavarse (mis ejemplos). ¿Cómo podría el saber saberse a sí mismo?
Con las siguientes fabulosas palabras termina Sócrates, antes de partir a enfrentar la querella que ya se ha levantado en su contra y que dispondrá de su vida:
Estos son los límites de mi arte. No puedo ir más lejos, ni sé ninguna de las cosas que hombres grandes y famosos saben, o han sabido, en ésta o en anteriores épocas.»
¿Cuál es el arte de Sócrates? Incitar a desaprender, a sacudirse de encima todo saber adquirido y reexaminar todo aquello que se cree saber. El Teeteto me resulta un magnífico testimonio de aquello. Y, lo más sorprendente, me resulta ser otra cosa también: una vindicación de nuestro Alcibíades chilensis.
Hacia finales del diálogo, tras las objeciones de Sócrates a sus previos intentos, Teeteto propone la siguiente definición: «Conocimiento es opinión (creencia) verdadera y bien fundada». Sin embargo Sócrates se la objeta también, y algo captura mi atención: no es la primera vez que presencio a alguien refutar dicha definición. Ya he visto a alguien más hacerlo, sólo que ese alguien lo hace recién en el siglo 20.
En 1963 Edmund Gettier publica un artículo llamado: «¿Es conocimiento una creencia verdadera bien fundada?», donde propone un par de ejemplos en contra de aquella definición del conocimiento, y con eso revoluciona la epistemología contemporánea. Sus contraejemplos han suscitado un animado debate que incluso ha llegado a generar nuevas corrientes de pensamiento, y que aún está lejos de resolverse.
Increíble pero cierto. Si Gettier tuvo que volver a objetarla, fue, aunque cueste creerlo, porque a pesar de las lúcidas objeciones de Sócrates de hace más de dos milenios atrás, la fallida definición de Teeteto del conocimiento sobrevivió hasta nuestros días como un incontestable axioma de la epistemología occidental.
Fuerza es conceder, entonces, que a nuestro Alcibíades no le faltaba razón. ¿Quién se lo iba a imaginar? Con la muerte de Sócrates efectivamente muere, después de todo, una parte importante de la filosofía occidental, que no vendrá a resucitar sino hasta nuestros días. Quizá cuántas partes más habrán muerto junto con ella también, que aún esperan la resurrección.
Hay que tomar en serio al Alcibíades criollo, y esforzarnos por desenterrar de esa muerte que es el olvido, al primer maestro de desaprendedores de la civilización occidental.
©Enzo Cozzi - derechos reservados. Microensayo registrado en SafeCreative el martes 4 de julio de 2017, 11:03
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