La oposición simbólica entre el caballo y el navío protagoniza otra gran obra de Shakespeare dedicada al amor imposible a través de la fractura: Antonio y Cleopatra.
Miremos el mármol romano que conmemora la batalla naval de Accio, donde el Antonio histórico perdiera el imperio romano. Podemos ver esculpida allí la misma paradoja de mi microensayo dedicado al caballo de Troya: el barco de Antonio lleva un centauro con su autorretrato por mascarón de proa. El oximoron de una especie de estatua ecuestre de Antonio a bordo de un navío apiña contradicciones: un famoso guerrero de tierra firme dando su batalla decisiva por mar, y en vulnerable alianza naval con los guerreros paradigmáticamente ecuestres del Levante.
En la versión de Shakespeare, es de la mano de esas paradojas que va Antonio – su propio nombre ya lo anuncia – a despeñarse desde el máximo estrellato como estratega militar y político romano, hacia el oscuro rol de antónimo de todo eso, y hasta de sí mismo.
En mi lectura repensada de este texto, la responsabilidad de su caída no yace en ninguna ‘tragic flaw‘, o ‘falla trágica’ del protagonista, que es la tesis convencional. Antonio no cae por una falla propia, sino por aquella falla histórica que parte el alma del mundo en dos: la fractura. Desde las simas del Mediterráneo la fractura se traga a todo aquél que apueste por cruzarla persiguiendo al amor del otro lado, es decir al amor imposible, que es aquello por lo cual se la juega Antonio. Se la juega, literalmente, mas con dados cargados por la historia, y por un necesario azar, en favor de su enemigo.
En Julio César, del mismo Shakespeare, Antonio destruye políticamente a Bruto con una magistral arenga de veinte líneas, improvisada junto al cadáver de Julio César recién asesinado. En un tour de force de hábil demagogia asevera una y otra vez la honorabilidad de Bruto, sólo para inyectar el antónimo de aquella, su deshonra, en las venas del auditorio.
En Antonio y Cleopatra aquél mismo maestro de la antonimia degenera, irónicamente, en un antónimo de sí mismo: abúlico político e ineficaz estratega. Todo por haber traspuesto la fractura, a la manera de Otelo, pero en sentido inverso, en busca del amor:
Que se derrita Roma en el Tíber, y el ancho arco
del vasto imperio se venga abajo. Aquí está mi espacio.
Los reinos son de arcilla, la tierra estercolada igual
nutre al hombre y a la bestia. La nobleza de la vida
es hacer así (la abraza)…”
(Shakespeare, Antonio y Cleopatra, 1, 1)
Aquél amoroso abrazo es una de las pocas acotaciones en todo Shakespeare, cuya potencia verbal inigualada vuelve a ese recurso innecesario. Si debe acotarlo en lugar de poetizarlo, es porque lo que está dramatizando allí no tiene nombre, es imposible. El amor, eso es, a través de la fractura.
Tras el arrebato amoroso aquél, Antonio vacila y vuelve a Roma a defender su anterior sitial, donde llega hasta a casarse con la hermana de su enemigo. Pero tras el vaticinio que le hace un adivino de que su enemigo igual prevalecerá, vuelve a los brazos de Cleopatra, para ya no abandonarla más.
El Antonio de carne y hueso tuvo fundadas razones estratégicas para dar la batalla de Accio en el mar. Shakespeare, sin embargo, hace al personaje Antonio optar por el combate naval contra toda lógica, contra sus generales y contra su propia historia de hazañas militares en tierra firme. Lo sitúa así en una terca antonimia de sí mismo. ¿Y por qué? Antonio ha decidido dejar todo en manos del contrario azar:
Antonio: Lo combatiremos por mar.
Cleopatra: ¡Por mar! ¿De qué otra forma?
Canidio: ¿Por qué harás así, mi señor?
Antonio: Porque él me ha desafiado a hacerlo.»
(Shakespeare, Antonio y Cleopatra, 3, 7)
Todos le ruegan combatir en tierra firme, donde siempre ha sido invencible. Pero Antonio se mantiene inamovible:
Antonio: Por mar, por mar… combatiré por mar.» (3, 7)
¿Cómo se explica esa conducta? Al apostar todo a un azar que él ya anticipaba le sería necesariamente adverso, Antonio, creo yo, se la juega por manipular simbólicamente la derrota en pro de posibilitar el amor a través de la funesta sima.
Según explica Heródoto, el origen de la perpetua guerra entre el Levante y Occidente habría estado en los raptos mutuos de mujeres entre los dos lados del mediterráneo, perpetrados por mar. Pues bien, lo que hace el Antonio de Shakespeare en el combate naval de Accio es orquestar simbólicamente el antónimo de aquellos raptos: un hombre, él mismo, raptado marítimamente por una mujer, Cleopatra. Su conducta en la versión shakespeariana, de dejarse ganar por seguir en su barco a la escuadra de Cleopatra en una predecible retirada – pues el mar nunca les es propicio a los guerreros del Levante – sólo puede tener esa explicación: ha apostado por transmutar una derrota militar que ve segura en una expiación simbólica de la fractura.
Recala tras ello Antonio definitivamente en Egipto, cual botín de la Oriental soberana. Pero no conseguirá disfrutar su amor en vida. Su enemigo ha husmeado sangre y lo persigue hasta allá, «por tierra y por mar» ♫♫. Goza Antonio de un fugaz respiro al imponérsele, como siempre ha hecho, en tierra firme, pero luego, como si fuera el famoso estribillo del corrido aquél, vuelve a aceptar definir la contienda por mar, pierde nuevamente allí tras otra retirada de la escuadra egipcia, y la sima se lo traga igual. Como Romeo cuando cree muerta a su Julieta, Antonio se suicida al creer muerta a Cleopatra; y, como Julieta, ella, al saberlo muerto a él, se quita también la vida (la famosa escena del áspid).
Quizá el amor, sobre todo aquél a través de la fractura, para ser duradero, o perpetuo, precise ser imposible. Como insinúo en otro microensayo, tal vez sólo pueda vivírselo, si se me perdona esta última antonimia, póstumamente.
©Enzo Cozzi - derechos reservados. Microensayo registrado en SafeCreative el sábado 26 de marzo de 2016, 18:23