¡Ah! ¡Quieran los dioses meterle en la cabeza a los habitantes de las islas la idea de venir a caballo a atacar a los hijos de Lidia!» (Heródoto, 1, 27)
Así exclamó Creso, último rey de Lidia en el Asia Menor (hoy Turquía), que reinara entre 560 y 546 AC, al enterarse que los helenos estaban armando una caballería de diez mil caballos para venir en contra de Lidia. Es que los lidios, como los demás reinos del Levante adentro (Asiria, Persia, Partia, etc.) eran invencibles combatientes en tierra firme, con la caballería como su arma favorita, donde ostentaban total supremacía sobre los reinos orientados al mar, como los griegos, fenicios y minoicos. Pero así le respondió su fuente:
¡Ah!, del mismo modo, no hay nada que los helenos ansíen más que poder medirse con los lidios en el mar.»
Entonces Creso, quien estaba haciendo construir una gran armada con el fin de salir a escarmentar a los helenos, desistió de su propósito. Se mantuvo así el precario equilibrio de fuerzas a través de la trinchera más longeva y enconada que ha fracturado a la humanidad: aquella entre las fuerzas del Levante, o pueblos del caballo, y las fuerzas de Occidente, o pueblos del navío. Por entonces llevaba ya al menos setecientos años hendiendo al mundo desde el mar Caspio hasta Gibraltar la fractura aquella. La nada misma, cuando pensamos que sigue hendiéndolo hasta nuestros días, dos milenios y medio después.
El mundo ya se había fracturado de aquél modo alrededor del siglo 13 antes de nuestra era, si no antes, cuando oleadas de aventureros navegantes asolaron por mar las costas del Levante, desde el Bósforo hasta Alejandría, derrumbando la primera civilización globalizada de la historia y poniendo fin a la edad del Bronce. Cataclísmico final del tiempo que volvió a sumir a la culturas más avanzadas, por entonces, de la tierra en una barbarie de la que ya el mundo no remontaría hasta el milagroso germinar de la Grecia clásica.
Se puede leer los mitos homéricos de la guerra de Troya y sus secuelas como una vasta metáfora de aquella debacle, y en particular la destrucción de la casa de Príamo suscitada por el amor ilícito entre la occidental Helena y el oriental Paris, como una elegía, un acongojado canto a la imposibilidad de amor a través de la fractura. El episodio del caballo de Troya, determinante en aquella destrucción, vino además a instalar en la literatura el protagonismo simbólico del caballo y del navío como signos emblemáticos de aquél amor imposible.
Con una gigantesca flotilla de 1.686 barcos llegaron los aqueos a las costas del Asia Menor a castigar a los asiáticos por el rapto de la espartana Helena. Pero los troyanos como si nada. Sólo les combatieron en tierra firme, terreno donde tenían la supremacía; jamás salieron a confrontarlos en el mar.
Pasaron así nueve años de infructuoso sitio, durante los cuales el campo heleno vió sucumbir poco a poco a la flor y nata de sus huestes, incluyendo por último al indispensable Aquiles. Fué únicamente la famosa estratagema de Odiseo, de fingir la retirada de la armada griega tras la calamitosa pérdida de Aquiles (baja decisiva que no se podían dar el lujo de sufrir), dejando detrás suyo en el súbitamente abandonado campo de batalla la efigie de un gigantesco caballo de madera, lo que logró arrancar una implausible victoria de las fauces mismas de una derrota cierta.
Invencibles por mar pero impotentes por tierra, los invasores occidentales sólo pudieron inclinar la balanza a su favor en el último minuto mediante un ardid simbólico: el recurso de disfrazar su arma de elección, el navío, de aquella favorita de los asiáticos, el caballo. Es decir dándoles a probar de su propia medicina.
Pensemos. ¿Cómo podrían haber construído de un día para otro el enorme caballo los aqueos, engendro capaz de transportar en su interior a más de cien guerreros? ¿De dónde podrían haber sacado la madera, y cómo podrían haber resuelto la ingeniería, sino recurriendo a sus infraestructuras y saberes náuticos?
No es difícil imaginárselo. Han de haber arrastrado tierra adentro una de sus propias naves de guerra, eligiendo quizá una que ya tuviera por mascarón de proa una cabeza de caballo (como las naves de los fenicios, aquellos eximios navegantes que desde el siglo 16 A.C. surcaban los mares de la época), y con sus propios remos le han de haber fabricado las improbables patas.
Y era tan sagrada la devoción levantina por el caballo, estaba tan incrustado el simbolismo del poder equino en el ADN troyano, que fueron incapaces de descifrar el designio artero de la singular efigie. Así que procedieron ellos mismos a perforar una grieta en la muralla de su hasta entonces inexpugnable ciudad, para poder introducir al oximorónico caballo-nave (con su carga fatídica de invasores) dentro de ella, con la intención de ofrecerlo a sus dioses en agradecimiento por haberles liberado del agresor (pobres).
La imagen que ilustra este microensayo, primera representación conocida del Caballo de Troya, pone para mí claramante de relieve, y con gran desplante artístico, la mecánica que le estoy aquí imaginando a la singular estratagema urdida por el ingenioso Odiseo. Es difícil no ver allí un navío remando en tierra, un barco improvisadamente investido de caballo. Una figura tan imposible como el amor aquél a través de la fractura al que viniera la efigie a poner fin; y con aquél fin el fin de toda posibilidad de amor a través de ella, y para siempre. Porque aquello que muere a nivel del símbolo no vuelve a renacer jamás.
©Enzo Cozzi - derechos reservados. Microensayo registrado en SafeCreative el jueves 4 de febrero de 2016, 02:56