Para mí, la inmortalidad en Otelo, aquello que hace inmortal al personaje y tan endiabladamente actual a la obra – ya he abordado ésto en otro microensayo – no es una consecuencia de la universalidad de factores emocionales, como los celos. Es una consecuencia de la permanente vigencia de factores más hondos, históricos y culturales, que he sintetizado bajo el signo de «La fractura». Aquí ahondo más en el tema:
Aparentemente el Helesponto y su continuación, los Dardanelos, no saben de mareas. Una corriente invariable, sin pleamares ni bajamares y siempre igual a sí misma, separa allí el Levante de Occidente, desde el mar Negro hasta el Egeo. Otelo recurre a esa precisa figura para describir el dolor y la sed de venganza que le supuran del pecho:
Yago: Cálmese, todavía podría cambiar de parecer.
Otelo: Jamás, Yago. Tal como el mar Póntico (mar Negro), cuya gélida corriente nunca sufre bajamares y mantiene siempre su compulsivo flujo hacia el Propóntico y el Helesponto, así mis sanguinolentas cavilaciones, a marchas forzadas, nunca mirarán atrás ni se recogerán hacia la humildad del amor, mientras no se los haya tragado una venganza vasta y capaz.»
(Otelo, 3, 3)
¿Qué está haciendo Otelo en nuestro imaginario colectivo con aquél símil? Varias cosas.
El desdichado personaje del «Moro» desplaza su sufrimiento, junto con las pasiones que lo envuelven, desde lo meramente psicológico y emocional hacia lo cultural y geopolítico. Arranca de cuajo su dolor del simple dominio de los celos para replantarlo a orillas de la brecha del «amor imposible» entre Occidente y Levante. El, un mauritano, y por ello paradigmáticamente un guerrero de tierra y de armas ecuestres, ha transgredido aquella histórica brecha por partida doble. Primero simbólicamente, al haberse hecho nombrar almirante de la escuadra veneciana (es decir un guerrero de armas navales) en contra de las naves turcas. Y segundo físicamente, al haberse llevado consigo el cuerpo y corazón de una núbil veneciana. Dos antinomias en una.
Como él se sabe fatalmente enraizado en el margen oriental de la perenne fractura, su dolor ante el supuesto engaño de la veneciana no puede atenuarse, y su venganza se vuelve necesaria, inevitable. Está escrita en las tablas de su destino, como en un mapa, por aquella milenaria pulsión mutuamente homicida, y desdeñosa de toda resaca, que él grafica (¡con qué precisión!) en la imagen de la compulsiva corriente del Helesponto.
Recíprocamente, Yago dibuja la fuerza que lo impele a destruir a Otelo usando parecidas antinomias del amor imposible a través de la fractura. En la primera escena de la obra ya trata de provocar la caída en desgracia de Otelo recurriendo a una metáfora emblemática de la fractura, y que ya he visitado en otro microensayo de esta serie: la dualidad simbólica entre el navío y el caballo. Aquí podemos leer a Yago como insinuando que Otelo hizo algo así como falsificar su currículum para hacerse nombrar almirante en jefe. A poco que Venecia se descuide, verá emerger detrás de su careta marina, y con desastrosas consecuencias (culturales), su verdadera condición esencial:
Yago: Tendrás a tu hija montada por un caballo berberisco;
Tendrás a tus nietos relinchándote; tendrás
corceles de sobrinos y caballitos ibéricos de parientes.
Brabantio:¿Qué profano infeliz eres tú?
Yago: Uno que viene, señor, a decirte que tu hija
y el moro están haciendo la bestia de dos espaldas.»
(Otelo, 1, 1)
(Una curiosidad: la elocuencia de Yago en dicha escena, tan certera simbólicamente, llevó a un consternado Tolstoy a descalificar a Shakespeare como obsceno y «salvaje». El gran ruso, que aquí confundía, como diría – distorsionándolo levemente – Vargas Llosa, la buena literatura con los buenos modales, murió sin comprender ni poder disfrutar jamás al gran inglés).
Al situar, con sus símiles y metáforas, la desgracia de Otelo en la brecha simbólica y geográfica que marca esa mortífera pulsión histórica, Otelo y Yago la eternizan. Transmutan la imposibilidad del amor entre el mauritano y la veneciana, y el trágico sufrimiento allí desencadenado, en algo primigenio e inextinguible. Así sobreviene la inmortalidad en Otelo. Para él el dolor de sentirse engañado, y su aparejada venganza, devienen en garantía de inmortalidad. Si somos inmortales – su destino nos parece aducir – es en virtud de la inmortalidad del amor imposible a través de la fractura. Y la venganza, en su vastedad y capacidad que todo lo tragan, es el sello con que se rubrica aquella imperecedera imposibilidad.
Todos quienes se inmolan o se han inmolado ante aquella brecha insalvable, quizá lo hayan hecho en una apuesta por la inmortalidad, sellada por aquella sed de venganza ante el amor imposible. Recuerdo el testimonio de un joven (y educado) jihadista francés desde los territorios del Estado Islámico en Siria. El entrevistador le pregunta retóricamente qué tipo de vida es aquella que aspira a construir de maneras tan destructivas. El entrevistado le devuelve su giro retórico corregido y aumentado:
Usted no entiende. Yo no me vine en pos de otra vida. Yo me vine en pos de la muerte. A lo que aspiro es a morir.»
A través de la brecha no hay vida imaginable que ir a construir. Sólo es posible (¿necesario, imperioso?) cruzarla para ir a morir. Y en aquella muerte ganar acceso a la inmortalidad. De eso se trata, para mí, la inmortalidad en Otelo. La sed de venganza es allí, como en el jihadismo, sed de eternidad. Eso me parecen conjurar el mensaje abatido de Otelo, sumido en el desconcierto, y el mensaje desenfadado del jihadista, mucho más dueño de sí mismo y de su destino.
©Enzo Cozzi - derechos reservados. Microensayo registrado en SafeCreative el lunes 29 de febrero de 2016, 05:41