Mi pensamiento pareciera querer regirse por un personal principio que se me figura como mitad de incertidumbre y mitad de fatalismo.
Mitad de fatalismo, porque me desazona gravemente el incesante tráfico de manidas certidumbres maquilladas de «pensamiento» que atosigan el día a día, y hallo aquello sin remedio. Y no me refiero a las pequeñas certezas de sobria factura entretejidas en la cultura popular y la cotidianeidad. Con esas puedo vivir en paz y hasta podría armarme, casi casi, un trocito de paraíso (como los residentes de la planta baja del cielo en La Divina Comedia (ver Paraíso, Canto III) dejados allí para siempre por haber pasado «raspando», pero todos en paz con su suerte).
Lo que me parece un inconsolable purgatorio son las certezas de talla macro, aquellas investidas de alcurnia e importancia que son transadas diariamente, como bonos soberanos o divisa dura, en las bolsas de opinión. Y todo con aires de pompa y autoridad: certidumbres económicas, políticas, religiosas, morales, psicológicas, «científicas», etc…
Mi principio es también mitad de incertidumbre, porque en mi propia actividad mental trato (con qué éxito vaya yo a saber) de evitar afincarme en ese tipo de mega certidumbres. Ojalá en ninguna, aunque eso es difícil, ya lo sé.
Ni siquiera en la famosa cartesiana aquella de «Pienso, luego existo», que para su autor es la única certidumbre necesaria. En realidad en esa menos que ninguna, desde que aquí mismo partí dudando de que mucho en verdad se piense por acá. Si el pensamiento prueba la existencia, hoy por hoy no sé cuánta escasa gente habrá por estos lares que pueda manifestarse segura, pero lo que es segura, de existir. Yo mismo, armado de mi principio de incertidumbre y todo, a lo sumo podría aspirar a acreditar esporádica existencia, nada más.
Como me cuesta creer que se pueda validar certidumbres por la vía introspectiva cartesiana, es decir examinándose a sí mismo (si me preguntan por qué, respondo con un apto símil inglés: porque aquello me suena como a intentar elevarse por los aires tirándose de los cordones de los zapatos), en mis cavilaciones he optado por una vía extrospectiva. He echado a correr el pensamiento mente afuera, en busca de certidumbres allende mío que no me parezcan incompatibles con el ejercicio del pensamiento. Mente bien afuera y en mis parajes favoritos, mientras más remotos mejor, entre ellos los de la literatura.
Dos hermosas creaciones literarias me saltan aquí a la vista, situadas en las antípodas culturales tanto mías, como una de la otra.
Primero Yudishtira, uno de los protagonistas del Mahabharata, quien para mí es la encarnación de una vida vivida con total fidelidad a un principio de incertidumbre tal como yo quisiera vivir el mío. No es que Yudishtira dude de todo, a lo Descartes, sino que duda tan sólo, pero plenamente, de sí mismo. Y como de sí mismo duda en plenitud, no escarba jamás adentro suyo por verdades, sino que va sondeando por verdades externamente. ¡Y de qué manera! No deja personaje, ya sea humilde o encumbrado, sin inquirir de él acerca de las preguntas fundamentales que a todos nos afligen. Su sed de preguntar es insaciable, su sed de afirmar inexistente. Ya que voy a mencionar a Dostoyevski, Yudishtira es para mí, no el Gran Inquisidor, sino que el Gran Inquisitivo de la literatura.
Segundo Aliosha, uno de los protagonistas de Los hermanos Karamazov de Dostoyevski, donde figura justamente aquél escalofriante personaje del Gran Inquisidor, posesor de una de esas tóxicas mega certidumbres (¡y con qué final implacabilidad que la despliega en la novela!). Pero la certidumbre de Aliosha no es de esas. Es lo más opuesta a ellas que se pueda concebir. ¿Cómo describir la certidumbre de Aliosha? El adjetivo que se me viene insistentemente a la cabeza es «sana».
«Karamazov», exclamó Kolia, «¿puede ser verdad que todos volveremos de entre los muertos, y viviremos y nos veremos nuevamente?»
«¡Por supuesto que volveremos a vivir y a vernos nuevamente, y nos contaremos mutuamente todo lo que ha pasado, con contento y alegría!» respondió Aliosha, entre risueño y motivador.»
(Los hermanos Karamazov, Epílogo)
La de Aliosha me llega como una sana certidumbre. No por lo que afirma, sino por su forma transparente y límpida de afirmarlo, por una cálida y empática sencillez que le viene aparejada. Y sobre todo por jamás perseguir con ella inocular ni aleccionar a nadie. Como contraste, en Los hermanos Karamazov figura más de un fanático de la fe cristiana que lo mismo afirma (ya he aludido a uno), pero en esos casos la certidumbre es blandida como una porra, un garrote vil o un venablo untado de ponzoña.
Aliosha no. Vive el pedazo de vida que la novela le concede, poseso no de fanatismos sino de sanas certidumbres. Con el mismo talante con que asegura (y sólo porque se lo han preguntado) a los niños de su barrio que hay vida después de la muerte, asegura también a quien lo quiera escuchar que su hermano mayor no es un parricida, que amará a una niña inválida toda su vida, o que se puede ser feliz en medio de la pena más atroz.
Y curiosamente, mientras cavilo sobre el personaje, yo, incorregible no-creyente y tenaz incertidumbrista que me estilo, me sorprendo a pesar mío creyéndole a Aliosha Karamazov sus certidumbres. Y vibrando con ellas. ¡Hurra hermano Karamazov!
©Enzo Cozzi - derechos reservados. Microensayo registrado en SafeCreative el viernes 8 de abril de 2016, 14:44